Meditar... de verdad
- Gonzalo
- 29 may 2021
- 2 Min. de lectura
Los estudios consagrados a los efectos de las prácticas meditativas suponen que todos los sujetos estudiados meditan. Los maestros de meditación no están de acuerdo con este planteamiento. Trabajan con una experiencia en vivo, saben que sus estudiantes no meditan, sino que “intentan” meditar (la diferencia es fundamental). En efecto, una misma técnica de meditación puede tener efectos diferentes según la persona: para unos puede ser una fuente de apaciguamiento, y para otros, de ansiedad o de dificultad, pues el ser humano no es un material, también está constituido por sensaciones, deseos y emociones. Cada técnica reverbera de una manera particular según la historia física y psicológica de los individuos. La asiduidad y la experiencia no garantizan una meditación “exitosa”.
Especialmente relevante me parece también la alusión del autor a la relación maestro-discípulo en los caminos del zen que también yo he vivido en lo que denominamos “acompañamiento espiritual” en el ámbito cristiano.
El maestro de meditación no es el observador pasivo de un experimento en el que se analizan las entradas (edad, sexo, duración de la meditación) y las salidas (presión sanguínea y frecuencia eléctrica del cerebro) sin preocuparse de su contenido. Él sondea el núcleo de la experiencia y es consciente de estar implicado en este intento de meditación. Para él, ningún practicante es anónimo o intercambiable, dado que ninguna experiencia meditativa es similar a otra.
Como verás si has podido leer hasta aquí, lo del mindfulness me interpela, cuidado, sé el bien que hace a tantísimas personas que pierden el miedo al silencio gracias a la práctica de las ocho semanas. Sin embargo, hay algo que me genera un cierto desasosiego, lo confieso. En general, parece que el mindfulness ha eliminado prácticamente del lenguaje la palabra “meditación” u “oración”: ahora todo aquel que se aquieta, que escucha, que se detiene, que respira… “hace mindfulness”. Yo no he hecho ni hago mindfulness, ni lo haré, no siento el menor interés porque no lo necesito como herramienta ni para bajar mis niveles de estrés ni para vivir mi relación con Dios. Pero tampoco “hago” oración, sino que es la oración la que me rehace a mí. Yo, como tantos meditantes, y tantos orantes, intento orar, intento ponerme en la Presencia de ese Dios amoroso, Padre/Madre que me revela mi verdadero rostro en su rostro y ahí, sí, aquieta mis dispersiones, silencia mis ruidos, amplía mi mirada, me interpela, me reorienta… Pero el “más acá” es eso, es el camino de humanización que la oración despierta en un creyente al contacto con Dios, lo otro, lo que pasa en mi cerebro, lo que le pasa a mi riego sanguíneo, lo de mis niveles de estrés, se da por añadidura, no es falso, sucede y puede medirse, pero “no confundamos el tocino con la velocidad”.
Si no situamos bien las cosas, si no profundizamos, todo el esfuerzo amoroso que tantos y tantas hemos hecho y seguimos haciendo por traer los caminos de silenciamiento, de conexión integral e integradora con la interioridad humana especialmente en la escuela, puede que sean desdeñados en pro de los nuevos datos ciéntificos.

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