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Recuerdos de juventud

  • Gonzalo
  • 15 may 2021
  • 2 Min. de lectura

El ir y venir de la mente humana, de lo que nos interesa y deja de interesar a los humanos, no deja cuando menos de causarme una sonrisa. Una de las ventajas de ir cumpliendo años, aunque no muchos, es comenzar a poder ver y reflexionar ciertos asuntos desde la famosa “perspectiva que dan los años”. Oía hablar de ella cuando era joven y pensaba que era un mantra de personas “mayores” para quitarle importancia a las opiniones y pasiones de mi joven vida.


Ahora lo entiendo porque lo percibo. Sí, los años dan una perspectiva y de eso versa la entrada de hoy en referencia a la “no moda”, “la moda” y de nuevo quizá la “no-moda” de la traída y llevada y, creo yo, maltratada “meditación”.


Espero saberme explicar porque el tema es denso y se las trae. Simplemente acudiré a mi bagaje personal, lo cual, ha de dejar claro al lector de esta entrada, que la subjetividad como siempre andará por medio como en todo pensamiento humano.


La cuestión es que a mis quince años de edad ya me encontré con adultos que me ayudaron a orar en silencio, a cerrar los ojos, a escuchar a Jesús sin hablar demasiado. Todo ello en medio, por supuesto, de una vida de grupos de fe, oración, compromiso cristiano donde la oración era también canto, gestos, símbolos, “compartires” emocionados… Pero junto a ello, la vía del silencio también me fue favorecida y nunca lo agradeceré lo suficiente, aunque he de reconocer que no hacía falta insistirme mucho puesto que por temperamento siento una irrefrenable querencia hacia el silencio como lugar donde reubicarme a pesar de ser persona que ama la conversación y las risas.


A partir de ahí para mí la oración personal siempre ha tenido mucho de silencio, de mirar y dejarme mirar, a la vez que de dejarme iluminar por la Palabra y dejarme confrontar y enseñar por la vida. Oración y vida de la mano, las dos iluminándose y nutriéndose mutuamente.


Hace poco más de veinte años fui sintiendo de qué modo necesitaba del más absoluto silencio en mis encuentros con Dios. Fui reaprendiendo a resituar mi corporalidad en esos procesos tan necesarios de silenciamiento que no son el silencio, pero nos preparan a ello. Tenía cierto “recorrido”, había tenido bastantes personas significativas de las que aprender en el ámbito de mi vida cristiana.


En el trato con adolescentes iba descubriendo que necesitaba una maduración personal y una explicitación de todo esto acorde con el entendimiento de la juventud. Paso a paso, con ellos, en las entrevistas. Yo aprendía, descubría y redescubría todo un mundo maravilloso en experiencias, con cristianos y no cristianos, vivía mis cambios, recibía luces y descubría el modo de adaptar toda esa riqueza y sabiduría al mundo adolescente.



 
 
 

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